Dr. Carlos Burgo
A mediados del año 1980 Liz, una mujer atraída por el comentario que alguien, un obstetra, iba a escucharla; se acerca y me pide que la "acompañe" en su parto. Que no le hiciera nada, que la dejara parir y que la cuidara, fueron sus demandas. Y así fue. Así inicié un profundo recorrido y trabajo de reflexión sobre mi conocimiento, sobre mi rol, sobre mis angustias, sobre mis necesidades conjugadas con las de los otros, sobre las motivaciones de mi relación con lo femenino, con el parir, con el nacer, con los varones desplazados, en fin, ese espacio que es el vínculo con los otros y lo que ello nos genera.
Unos meses más tarde, Liz vuelve acompañada por una amiga, Ana María. Venía de España con dos hijos y uno en su panza de 5 meses. Quiere que la acompañe en su parto, que decidió que iba a tener su niño en su casa y que iba a estar presente una amiga y su pareja. Que el parto de cualquier manera sería así pero que prefería que yo también estuviera para acompañarlos y cuidarlos ante cualquier situación imprevista. Las palabras de Ana María fueron: "de cualquier manera el parto será así, aunque no aceptes estar, pero sería más tranquilizador que participaras"
Después de una extensa primera entrevista y en las consultas sucesivas fui adentrándome en su historia personal y familiar, el mundo de sus necesidades, sus alegrías, temores y deseos. El embarazo transcurrió según los cánones de lo que en obstetricia se denomina, embarazo de bajo riesgo.
La firme determinación de Ana María me enfrentó con mi experiencia y entrenamiento médico. Se me proponía desistir de un concepto casi sagrado: el parto y el nacimiento abandonarían su espacio de "acontecimiento médico". También me forzó a encontrarme con mis propios deseos y batallas profesionales. Se agolpaban así malestares acumulados por una práctica que me insatisfacía, por una atención institucional plagada de ritos tecnológicos justificados en un supuesto de mejor cuidado, y el quehacer profesional abarrotado de rutinas y normas imposibles de ser reflexionadas y mucho menos cuestionadas.
Ana María comienza su trabajo de parto y se deslumbra y nos deslumbra en una experiencia vital única. La explosión de sus sensaciones crearon un clima en el que sonidos, olores, exclamaciones, gestos, fluían en una armonía de calidad inédita para mis sentidos. El asombro y la seducción por ese cuerpo de mujer entregado a una danza ritual de movimientos en su parto, culminó en un nacimiento donde la emoción se desprendía incontrolada de su rostro, de sus gestos, y creciendo nos atravesaba con intensidad salvaje. La mirada atónita y exultante de Ana mirando hacia su vulva y el grito primal coronando el desprendimiento del hijo desde su interior; sus brazos que se extienden, lo toman y el resguardo seguro de su regazo entre el regocijo de los presentes.
Con mi atención vigilante asistí a un nacimiento en la posición por ella elegida y con el sostén afectivo de sus amigos. Puesto el niño en el regazo de su madre y en excelentes condiciones termina esta maravillosa escena. Escena que me impulsó durante los años posteriores a un re-aprendizaje de la profesión cuyo valor fundamental es la disposición permanente al decir de las mujeres, a la escucha cuidadosa y atenta de sus opiniones, deseos y necesidades. El parto y el nacimiento se aparecieron ante mí como hechos sociales y afectivos. Mi mirada comenzaba a transformarse. El pasaje de la mirada médica a la mirada social fue crucial desde la experiencia con Ana María.
La belleza del nacimiento se presenta ante mí, hombre, varón, como una experiencia extraña y perturbadora. Empieza a atraparme fuertemente el misterio que mueve la conducta física de una mujer durante el embarazo, su parto y el nacimiento. Sus sentimientos, sus temores, sus ansiedades, sus esperanzas, me invaden y se imponen con fuerza. Por fin, luego de haber asistido muchos partos y nacimientos enmarcados en un modelo que me inquieta y me provocaba contradicciones por las maneras de intervención médica; la pasión por la obstetricia surgió en mí. El descubrimiento de una experiencia liberada me colocó definitivamente en este lugar honrado por la vida: participar acompañando a la mujer o a la pareja en el más conmovedor de los ambientes humanos: el parto y el nacimiento.